La iglesa atestada de gente, rostros caídos, grises.
El color del carbón en las telas.
Lágrimas zigzagueando en las mejillas.
Y los niños dando vueltas, riéndose, gritando.
De esos niños fui yo, y es uno de los pocos recuerdos que tengo de aquel día, junto con mi primo Enrique diciéndonos: "Su papá está mejor, tienen que estar tranquilas y contentas".
Y aunque lo escriba en comillas, sé que no fue así, porque el recuerdo es como espectador y las palabras las grabé más fácilmente, pero las que yo quise que dijera.
Y sí me acuerdo de estar corriendo por el pasillo de la iglesia y riendo. No entendía nada a pesar de saber que estaba en un ataúd cerca del altar.
Ahora entiendo todo, y se hace mucho más difícil, mucho más.
Porque los niños siempre, le damos a los funerales ese toque de alegría no fingida, pero tan fingida a la vez. El toque de irrealidad necesario para un funeral, porque a pesar de que esté escrito en muchas partes, de que vaya de boca en boca, nadie sabe qué pasa realmente al dejar de respirar, nadie sabe si es esta o es otra, la realidad.
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