miércoles, 15 de julio de 2015

Me cambió la vida.


Cuando lo conocí, me cambió la vida. Después de la ausencia y en conjunto la rabia, la pena, la nostalgia; cuando lo vi por primera vez fue recordar y volver a vivir.
Estaba tras las rejas, mirando hacia afuera. Se notaba que era feliz. A veces jugaba con los niños, otras veces se dedicaba a correr, a mirar hacia la calle, a veces también dormía. Otras veces no estaba.

Un día, me dijeron que siempre estaría a mi lado, hasta que muriera. Ya no sería un saludo; se convertiría parte de mis días, de todos los días y de una presencia continua. Cuando lo visitaba ya no era sólo mirarlo, era saber que se quedaría conmigo, que en cualquier momento llegaría a mi vida para hacerme parte de sus alegrías.

Cuando llegó, inmediatamente noté algo raro en él; esa inseguridad, ese temor al abandono, la necesidad de caricias... De a poco fue domesticado, y pronto ya no era puramente ansiedad. También sintió el amor incondicional, las alegrías diarias. Pero nunca dejó de necesitar el cariño, siempre, pero siempre pedía cariño; como fuera, hacía lo que fuese.

Ese día había llorado durante dos horas, por lo menos. Fui a verlo, me senté en su cama y no evité las lágrimas. Él reaccionó diferente a lo habitual: se sentó al lado mío, y en vez de pedir cariño me lamió la mejilla una y otra vez. Era su manera de dar besos, de decirme que él también había aprendido a acariciar.

Te amo mi Falquito.

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